jueves, 20 de diciembre de 2007

Garras de Ángel [Parte 1]

Levanté mis faldas y puse el coágulo entre sus manos…
Se elevó en el aire para mutilarse y salpicarme con una lluvia sanguinolenta.
“Garras de ángel, desde este momento eres invulnerable, ahora puedes explorar el pasado”, me dijo con una voz que no brotaba de su garganta sino de la herida abierta como una boca entre sus muslos.

Pasada la puerta un abismo se abrió detrás de mí tragándose el mundo exterior. Estaba obligada a avanzar bajo pena de quedarme ahí, encadenada para siempre, castigada por mis propios deseos, mi carne virgen colgada del lindero, haciendo de la impotencia un divertimento, temblorosa por conocer los secretos que ocultaban las infinitas dependencias de esta residencia.

En un rincón, paralizada también por el miedo, otra imagen de mi misma, una marioneta con hilos cortados que incuba a una puta ardiente bajo su piel de porcelana, huyendo hacía dentro, hartándose de fantasmas de ensueño, diosa de pechos sensibles al único asalto de sus propios dedos, y en el sexo, el deseo melancólico de hundir sus tacones de aguja en los ojos de un hombre.

Este huracán que me arrastraba hasta la habitación al fondo del pasillo soplaba de los pulmones de mi padre… “Que tu voluntad se haga en mi espíritu como en mi carne…”

Al entrar en la habitación desaparecí como espectadora. Fui dos mujeres, una fría y la otra ardiente, que se acariciaban mutuamente en una cama zumbadora, llena de miles de abejas… Yo me apretaba y me entregaba… Con un cuerpo dando placer, con el otro recibiéndolo… Deseé restituir en el seno de mi hija la leche que de niña me había succionado… Ofrecí a mi madre mi sexo, mi pecho y mi boca pero ella, en lugar de besarme, me mordió ferozmente la nariz… Luché contra mi misma para no devorarme.

*** *** ***

La parte esclava de mi ser se arrodilló a mis pies, mi exiguo pasado tatuado en su espalda como ofrenda.
De su nuca, extirpé el hueso de la conciencia donde se acumulan todas las prohibiciones: una llave en forma de infinito.
Ahora la inconmensurable flor del presente tenía el deber de abrirse.

Superando el temor a la feminidad pude descoser un poco mi sexo.
El agua lubricante tanto tiempo contenida brotó primero en una línea cristalina para, una vez abiertos totalmente mis labios, convertirse en un chorro poderoso.
Un océano se vertía por mi vagina…

Necesita también aceptar transgredir las reglas del mundo, beber el vino de mi vejiga, comer el pan de mis excrementos. Entonces vino el hombre instruido en la elegancia de la suciedad.

¿Quién era? ¿Mi padre, mi hermano, mi hombre ideal, la proyección de mi propia virilidad? Bajo la mascara que le condenaba al silencio no había nadie…


Jodorowsky

miércoles, 12 de diciembre de 2007

La carcajada del gato


Primero la realidad de la mano de las Notas rojas en México:

Copy/paste de El Universal:

Esa década cerró con la cobertura de un caso de encierro familiar. Rafael Pérez Hernández fue detenido por el secuestro de su mujer y sus seis hijos. Fueron más de 15 años de cautiverio, de explotación y humillaciones; el padre había montado una pequeña industria casera en la que sus hijos elaboraban insecticidas y veneno para ratas que él vendía. Alimentaba a su familia con una dieta de avena y frijoles, lo que favorecía la espiritualidad. Nadie los visitaba y sólo salían de la casa para que el padre les enseñara las perversiones de este mundo.

Otro copy/paste (Matólo y entamalólo):

En julio de 1959 se descubre un caso de encierro familiar (no precisamente en los Pinos). Rafael Pérez Hernández es detenido por el secuestro de su mujer y sus seis hijos, de nombres un tanto alegóricos: Indómita, Libre, Soberano, Triunfador, Bien Vivir y Libre Pensamiento. Llevan más de 15 años encerrados, golpeados, zarandeados por regaños y sermones. La hija mayor, Indómita, tiene 17 años y la menor, Libre Pensamiento, 42 días de nacida. (Otros dos han muerto muy niños.) Durante 15 años, Pérez Hernández alimenta a su familia con una dieta de avena y frijoles (lo que “favorecía la espiritualidad”, según apunta en su crónica Víctor Ronquillo), mientras los obliga a la elaboración agotadora de raticidas. Nadie los visita y sólo abandonan la casa para que el padre les enseñe las perversiones de este mundo. (De vez en cuando van al Cuadrante de la Soledad, en la Merced, a observar a prostitutas y alcohólicos.) Con el tiempo deciden rebelarse y piden auxilio (no era otra hermana). Y en julio de 1959 la policía detiene a Pérez Hernández que protesta: “Mis hijos sólo tratan de apoderarse del capital que he logrado formar con muchos sacrificios”.


De la literatura con Spota

Transcribo de las solapas del libro:
En un afán de restaurar el paraíso en pleno centro del infierno, en un intento de fundar una raza del porvenir un hombre hace de su núcleo familiar una comunidad en la que jamás se opone un perjuicio a un deseo, una reserva a un impulso biológico, una vacilación a un apetito. Seres libres de ataduras morales, están separados por un muro infranqueable de los fariseos, los falsos moralistas y los simuladores.
Y es en la atmósfera de esta casa sin relojes, calendarios o espejos donde habrá de consumarse un crimen que no tendrá castigo. Al término de una hora determinada este hombre será ajusticiado como su mujer y sus dos hijos mayores han resuelto: sin piedad y sin remordimiento.

De eso va la historia, la escritura que toma como base la realidad para moldearla a su gusto. Comienza el libro narrándonos la vida de Claudia, sus decepciones y las penosas circunstancias en que se ve envuelta, hasta el punto donde conoce a Lázaro en un tren y de ahí en adelante pasa de ser de una muchacha sola y con problemas a la esposa cautiva (por voluntad.) Lázaro cree que el mundo está lleno de mal y corrupción (trabaja con veneno para ratas y para el la humanidad… son como ratas) así que en su pensamiento lo mejor es mantener a su familia en hermetismo, y vivir educándolos a su manera, procurando que tengan una mente sana en un cuerpo sano. No hay “padre” ni “madre”, la desnudez es cualquier cosa, quiere crear su paraíso, su raza (descendencia incestuosa)… pero sus hijos crecen, las cosas no pueden ser así para siempre; en sí esa es la estructura del libro pero con flashbacks de Claudia y una psicológica intromisión de un gato.

Maldoror: Canto 2.5


Isidore Ducasse: Los cantos de Maldoror

Segundo canto

5. Al realizar mi paseo cotidiano, todos los días pasaba por una calle estrecha; todos los días una esbelta chiquilla de diez años me seguía respetuosamente a cierta distancia, a lo largo de esa calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Estaba desarrollada para su edad, y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros partidos en dos sobre la cabeza, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día que me seguía como de costumbre, los brazos musculosos de una mujer del pueblo la apresaron por los cabellos así como el torbellino apresa a la hoja, administraron dos brutales bofetadas a unas mejillas altivas y mudas, y condujeron a su casa a aquella conciencia extraviada. Por más que yo fingiera indiferencia, ella nunca dejaba de acosarme con su presencia importuna. Cuando a buen paso tomaba yo por otra calle para continuar mi camino, se detenía, haciendo un violento esfuerzo sobre si misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del silencio, y no cesaba de mirar adelante hasta que yo desapareciera. Cierta vez, la muchacha me precedió en la calla y acompaso su andar al mío. Si yo apresuraba la marcha para pasarla, ella casi echaba a correr para conservar la distancia; pero si yo aminoraba la marcha para crear un mayor intervalo entre ambos, ella también la aminoraba, poniendo al hacerlo toda la seducción de la infancia. Cuando hubo llegado al final de la calle, se volvió lentamente de manera de obstruirme el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. No era difícil ver que quería hablarme, pero no sabía como hacerlo. Poniéndose de pronto pálida como un cadáver, me pregunto: “¿tendría la bondad de decirme que hora es?” Le dije que no llevaba reloj, y mi alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver por la calle estrecha al joven misterioso que vagaba arrastrando penosamente, por el pavimento de encrucijadas tortuosas, sus pesadas sandalias. La aparición de este cometa ardiente no brillará más como un triste motivo de curiosidad fanática sobre la fachada de tu vigilancia desilusionada; y pensarás a menudo, demasiado a menudo, y quizá siempre, en aquel que no parecía preocuparse por los males y los bienes de la vida presente, y deambulaba al acaso, la cara horriblemente muerta, los cabellos desgreñados, el andar vacilante, y agitando los brazos ciegamente en las aguas irónicas del éter como para buscar allí la sanguinolenta presa de la esperanza, que hace rebotar continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, el quitanieves implacable de la fatalidad. No me veras más ni yo te veré más… ¿Quién sabe? Quizás esa niña no fuera lo que parecía. Bajo un exterior ingenuo, es probable que ocultara una inmensa astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a mercenarias del amor expatriarse alegres de las Islas Británicas y atravesar el estrecho. Haciendo resplandecer sus alas girando en dorados enjambres a la luz parisiense; y al advertirlas, uno decía: “Pero si todavía son niñas, no tienen más de diez o doce años”, en realidad tenían veinte. ¡Oh, si esto fuera cierto, malditos sean los meandros de esta calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Probablemente su madre la castigo porque no era bastante hábil en su oficio. También es posible que fuera realmente una niña, y entonces su madre resultaría aun más culpable. No quiero creer en esta posibilidad que es sólo una hipótesis, y prefiero amar en ese personaje novelesco a una alma que se revela precozmente… ¡Ah!, lo vez chiquilla, te encarezco que no vuelvas a presentarte ante mis ojos, si acaso pasará alguna vez por la calle estrecha. ¡Podría costarte caro! Ya la sangre y el odio me suben a la cabeza en oleadas bullentes. ¿Qué sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes? ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. Ellos no me aman. Se verá la destrucción de los mundos y al granito deslizarse como un cormorán sobre la superficie de los mares antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano. ¡Fuera… fuera esa mano! … Chiquilla, no eres un ángel, y al cabo llegarás a ser como las otras mujeres. No, no, te lo suplico; no vuelvas a presentarte ante mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío, podría tomarte los brazos, retorcerlos como ropa lavada de la que se exprime el agua, o quebrarlos ruidosamente como dos ramas secas para hacértelos comer luego, obligándote a la fuerza. Yo podría, tomar tu cabeza entre mis manos con aire dulce y acariciador, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente, con el propósito de extraer de allí, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz para lavar mis ojos, lastimados por el insomnio eterno de la vida. Yo podría cociendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo, poniéndote en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Yo podría, levantando tu cuerpo virginal con brazo férreo, asirte por las piernas y hacerte girar a mi alrededor como una honda, para concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia y arrojarte contra el muro. ¡Cada gota de sangre salpicaría un pecho humano, para espantar a los hombres y enfrentarlos con el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanecerá imborrable en el mismo sitio, y brillará como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a una media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, y de preservarlos del hambre de los perros voraces. Indudablemente el cuerpo ha permanecido pegado al muro como una pera madura, razón por la cual no ha caído al suelo; pero los perros saben ejecutar saltos elevados, si no se toman precauciones.