Levanté mis faldas y puse el coágulo entre sus manos…
Se elevó en el aire para mutilarse y salpicarme con una lluvia sanguinolenta.
“Garras de ángel, desde este momento eres invulnerable, ahora puedes explorar el pasado”, me dijo con una voz que no brotaba de su garganta sino de la herida abierta como una boca entre sus muslos.
Pasada la puerta un abismo se abrió detrás de mí tragándose el mundo exterior. Estaba obligada a avanzar bajo pena de quedarme ahí, encadenada para siempre, castigada por mis propios deseos, mi carne virgen colgada del lindero, haciendo de la impotencia un divertimento, temblorosa por conocer los secretos que ocultaban las infinitas dependencias de esta residencia.
En un rincón, paralizada también por el miedo, otra imagen de mi misma, una marioneta con hilos cortados que incuba a una puta ardiente bajo su piel de porcelana, huyendo hacía dentro, hartándose de fantasmas de ensueño, diosa de pechos sensibles al único asalto de sus propios dedos, y en el sexo, el deseo melancólico de hundir sus tacones de aguja en los ojos de un hombre.
Este huracán que me arrastraba hasta la habitación al fondo del pasillo soplaba de los pulmones de mi padre… “Que tu voluntad se haga en mi espíritu como en mi carne…”
Al entrar en la habitación desaparecí como espectadora. Fui dos mujeres, una fría y la otra ardiente, que se acariciaban mutuamente en una cama zumbadora, llena de miles de abejas… Yo me apretaba y me entregaba… Con un cuerpo dando placer, con el otro recibiéndolo… Deseé restituir en el seno de mi hija la leche que de niña me había succionado… Ofrecí a mi madre mi sexo, mi pecho y mi boca pero ella, en lugar de besarme, me mordió ferozmente la nariz… Luché contra mi misma para no devorarme.
La parte esclava de mi ser se arrodilló a mis pies, mi exiguo pasado tatuado en su espalda como ofrenda.
De su nuca, extirpé el hueso de la conciencia donde se acumulan todas las prohibiciones: una llave en forma de infinito.
Ahora la inconmensurable flor del presente tenía el deber de abrirse.
Superando el temor a la feminidad pude descoser un poco mi sexo.
El agua lubricante tanto tiempo contenida brotó primero en una línea cristalina para, una vez abiertos totalmente mis labios, convertirse en un chorro poderoso.
Un océano se vertía por mi vagina…
Necesita también aceptar transgredir las reglas del mundo, beber el vino de mi vejiga, comer el pan de mis excrementos. Entonces vino el hombre instruido en la elegancia de la suciedad.
¿Quién era? ¿Mi padre, mi hermano, mi hombre ideal, la proyección de mi propia virilidad? Bajo la mascara que le condenaba al silencio no había nadie…
Jodorowsky
Se elevó en el aire para mutilarse y salpicarme con una lluvia sanguinolenta.
“Garras de ángel, desde este momento eres invulnerable, ahora puedes explorar el pasado”, me dijo con una voz que no brotaba de su garganta sino de la herida abierta como una boca entre sus muslos.
Pasada la puerta un abismo se abrió detrás de mí tragándose el mundo exterior. Estaba obligada a avanzar bajo pena de quedarme ahí, encadenada para siempre, castigada por mis propios deseos, mi carne virgen colgada del lindero, haciendo de la impotencia un divertimento, temblorosa por conocer los secretos que ocultaban las infinitas dependencias de esta residencia.
En un rincón, paralizada también por el miedo, otra imagen de mi misma, una marioneta con hilos cortados que incuba a una puta ardiente bajo su piel de porcelana, huyendo hacía dentro, hartándose de fantasmas de ensueño, diosa de pechos sensibles al único asalto de sus propios dedos, y en el sexo, el deseo melancólico de hundir sus tacones de aguja en los ojos de un hombre.
Este huracán que me arrastraba hasta la habitación al fondo del pasillo soplaba de los pulmones de mi padre… “Que tu voluntad se haga en mi espíritu como en mi carne…”
Al entrar en la habitación desaparecí como espectadora. Fui dos mujeres, una fría y la otra ardiente, que se acariciaban mutuamente en una cama zumbadora, llena de miles de abejas… Yo me apretaba y me entregaba… Con un cuerpo dando placer, con el otro recibiéndolo… Deseé restituir en el seno de mi hija la leche que de niña me había succionado… Ofrecí a mi madre mi sexo, mi pecho y mi boca pero ella, en lugar de besarme, me mordió ferozmente la nariz… Luché contra mi misma para no devorarme.
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La parte esclava de mi ser se arrodilló a mis pies, mi exiguo pasado tatuado en su espalda como ofrenda.
De su nuca, extirpé el hueso de la conciencia donde se acumulan todas las prohibiciones: una llave en forma de infinito.
Ahora la inconmensurable flor del presente tenía el deber de abrirse.
Superando el temor a la feminidad pude descoser un poco mi sexo.
El agua lubricante tanto tiempo contenida brotó primero en una línea cristalina para, una vez abiertos totalmente mis labios, convertirse en un chorro poderoso.
Un océano se vertía por mi vagina…
Necesita también aceptar transgredir las reglas del mundo, beber el vino de mi vejiga, comer el pan de mis excrementos. Entonces vino el hombre instruido en la elegancia de la suciedad.
¿Quién era? ¿Mi padre, mi hermano, mi hombre ideal, la proyección de mi propia virilidad? Bajo la mascara que le condenaba al silencio no había nadie…
Jodorowsky
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