miércoles, 12 de diciembre de 2007

Maldoror: Canto 2.5


Isidore Ducasse: Los cantos de Maldoror

Segundo canto

5. Al realizar mi paseo cotidiano, todos los días pasaba por una calle estrecha; todos los días una esbelta chiquilla de diez años me seguía respetuosamente a cierta distancia, a lo largo de esa calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Estaba desarrollada para su edad, y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros partidos en dos sobre la cabeza, caían en trenzas independientes sobre sus hombros marmóreos. Un día que me seguía como de costumbre, los brazos musculosos de una mujer del pueblo la apresaron por los cabellos así como el torbellino apresa a la hoja, administraron dos brutales bofetadas a unas mejillas altivas y mudas, y condujeron a su casa a aquella conciencia extraviada. Por más que yo fingiera indiferencia, ella nunca dejaba de acosarme con su presencia importuna. Cuando a buen paso tomaba yo por otra calle para continuar mi camino, se detenía, haciendo un violento esfuerzo sobre si misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del silencio, y no cesaba de mirar adelante hasta que yo desapareciera. Cierta vez, la muchacha me precedió en la calla y acompaso su andar al mío. Si yo apresuraba la marcha para pasarla, ella casi echaba a correr para conservar la distancia; pero si yo aminoraba la marcha para crear un mayor intervalo entre ambos, ella también la aminoraba, poniendo al hacerlo toda la seducción de la infancia. Cuando hubo llegado al final de la calle, se volvió lentamente de manera de obstruirme el paso. No tuve tiempo de esquivarla, y me encontré frente a su rostro. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. No era difícil ver que quería hablarme, pero no sabía como hacerlo. Poniéndose de pronto pálida como un cadáver, me pregunto: “¿tendría la bondad de decirme que hora es?” Le dije que no llevaba reloj, y mi alejé rápidamente. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver por la calle estrecha al joven misterioso que vagaba arrastrando penosamente, por el pavimento de encrucijadas tortuosas, sus pesadas sandalias. La aparición de este cometa ardiente no brillará más como un triste motivo de curiosidad fanática sobre la fachada de tu vigilancia desilusionada; y pensarás a menudo, demasiado a menudo, y quizá siempre, en aquel que no parecía preocuparse por los males y los bienes de la vida presente, y deambulaba al acaso, la cara horriblemente muerta, los cabellos desgreñados, el andar vacilante, y agitando los brazos ciegamente en las aguas irónicas del éter como para buscar allí la sanguinolenta presa de la esperanza, que hace rebotar continuamente, a través de las inmensas regiones del espacio, el quitanieves implacable de la fatalidad. No me veras más ni yo te veré más… ¿Quién sabe? Quizás esa niña no fuera lo que parecía. Bajo un exterior ingenuo, es probable que ocultara una inmensa astucia, el peso de dieciocho años, y el encanto del vicio. Se ha visto a mercenarias del amor expatriarse alegres de las Islas Británicas y atravesar el estrecho. Haciendo resplandecer sus alas girando en dorados enjambres a la luz parisiense; y al advertirlas, uno decía: “Pero si todavía son niñas, no tienen más de diez o doce años”, en realidad tenían veinte. ¡Oh, si esto fuera cierto, malditos sean los meandros de esta calle oscura! ¡Horrible! ¡Horrible lo que allí pasa! Probablemente su madre la castigo porque no era bastante hábil en su oficio. También es posible que fuera realmente una niña, y entonces su madre resultaría aun más culpable. No quiero creer en esta posibilidad que es sólo una hipótesis, y prefiero amar en ese personaje novelesco a una alma que se revela precozmente… ¡Ah!, lo vez chiquilla, te encarezco que no vuelvas a presentarte ante mis ojos, si acaso pasará alguna vez por la calle estrecha. ¡Podría costarte caro! Ya la sangre y el odio me suben a la cabeza en oleadas bullentes. ¿Qué sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes? ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. Ellos no me aman. Se verá la destrucción de los mundos y al granito deslizarse como un cormorán sobre la superficie de los mares antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano. ¡Fuera… fuera esa mano! … Chiquilla, no eres un ángel, y al cabo llegarás a ser como las otras mujeres. No, no, te lo suplico; no vuelvas a presentarte ante mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío, podría tomarte los brazos, retorcerlos como ropa lavada de la que se exprime el agua, o quebrarlos ruidosamente como dos ramas secas para hacértelos comer luego, obligándote a la fuerza. Yo podría, tomar tu cabeza entre mis manos con aire dulce y acariciador, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente, con el propósito de extraer de allí, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz para lavar mis ojos, lastimados por el insomnio eterno de la vida. Yo podría cociendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo, poniéndote en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te serviría de guía. Yo podría, levantando tu cuerpo virginal con brazo férreo, asirte por las piernas y hacerte girar a mi alrededor como una honda, para concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia y arrojarte contra el muro. ¡Cada gota de sangre salpicaría un pecho humano, para espantar a los hombres y enfrentarlos con el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanecerá imborrable en el mismo sitio, y brillará como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a una media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, y de preservarlos del hambre de los perros voraces. Indudablemente el cuerpo ha permanecido pegado al muro como una pera madura, razón por la cual no ha caído al suelo; pero los perros saben ejecutar saltos elevados, si no se toman precauciones.

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