Como la efigie de un dios, todo en él era exterior. Soslayando a su persona, el misterio se eclipsaba y el secreto era revelado. Incluso el esperma no tenía ninguna necesidad de quedar agazapado en la sombra: brotaba de un miembro como un arco iris de alabastro.
Mi lengua se convirtió en discípulo de ese maestro severo.
Me arrancó el espanto que llevaba clavado en el alma desde niña, cuando mamaba la leche agria del seno de mi madre, ella empujaba con estertores de furia cebándome con la palabra: “¡Ladrona!” Fui entonces capaz de perforar mis labios mamadores con agujas de acero y así ofrecérselos, como cruces insolentes, para la veneración de un beso imposible.
El maestro me dijo con un vistazo: “Si quieres ser lo que eres en verdad, debes reconocer primero que tu carne está invadida por la imagen de tu madre”. Ella me había dejado en herencia su vida esclava, llevada sin conciencia, sumisa, hacía el bando. El maestro me ordenó ocultar mi clítoris y perforar mis labios con cuatro anillos… Una vez que expulsara definitivamente el fantasma materno, el campo libre de mi carne a disposición de mi espíritu podría retirarlos.
Debía encontrar el lugar preciso y clavar el dardo, atravesar lentamente la carne, desde la superficie del órgano, y más profundamente aún, hasta rozar un punto vital. En cierto modo acariciar su muerte sin despertarlo. En el instante sublime en que el esclavo alcanzara la voluptuosidad de la cumbre del dolor, debía surgir de la boquita del pene de mi maestro el grito blanco y viscoso de la vida.
Para convertirme en una mujer de verdad, debía deshacerme hasta las raíces de la menor parcela de voluntad del hombre que había en mí. Conducirlo al punto de ofrecerme su vida. Ante sus retratos enmascarados, los dos pequeños senos de mujer que había ofrecido a la muerte desaparecieron progresivamente, mientras que las larvas agonizantes de la eyaculación póstuma chocaban contra los muros en busca de un nacimiento imposible.
Habiendo perdido mi identidad, obtuve mi máscara y este anonimato hizo de mí el estandarte de las antiguas tradiciones. Era igual al maestro. Nuestras lenguas se entrelazaron como dos culebras ciegas y, del fondo de la memoria, con el sabor excitante de la sangre humana, volvió a subir el golpeo ensordecedor de miles de corazones arrancados de sus pechos en la cima de las pirámides. Palpé su miembro con el respeto debido a un arma asesina. Me acarició con esta jabalina azteca que pronto se convertiría en escalpelo.
Mi lengua se convirtió en discípulo de ese maestro severo.
Me arrancó el espanto que llevaba clavado en el alma desde niña, cuando mamaba la leche agria del seno de mi madre, ella empujaba con estertores de furia cebándome con la palabra: “¡Ladrona!” Fui entonces capaz de perforar mis labios mamadores con agujas de acero y así ofrecérselos, como cruces insolentes, para la veneración de un beso imposible.
El maestro me dijo con un vistazo: “Si quieres ser lo que eres en verdad, debes reconocer primero que tu carne está invadida por la imagen de tu madre”. Ella me había dejado en herencia su vida esclava, llevada sin conciencia, sumisa, hacía el bando. El maestro me ordenó ocultar mi clítoris y perforar mis labios con cuatro anillos… Una vez que expulsara definitivamente el fantasma materno, el campo libre de mi carne a disposición de mi espíritu podría retirarlos.
Debía encontrar el lugar preciso y clavar el dardo, atravesar lentamente la carne, desde la superficie del órgano, y más profundamente aún, hasta rozar un punto vital. En cierto modo acariciar su muerte sin despertarlo. En el instante sublime en que el esclavo alcanzara la voluptuosidad de la cumbre del dolor, debía surgir de la boquita del pene de mi maestro el grito blanco y viscoso de la vida.
Para convertirme en una mujer de verdad, debía deshacerme hasta las raíces de la menor parcela de voluntad del hombre que había en mí. Conducirlo al punto de ofrecerme su vida. Ante sus retratos enmascarados, los dos pequeños senos de mujer que había ofrecido a la muerte desaparecieron progresivamente, mientras que las larvas agonizantes de la eyaculación póstuma chocaban contra los muros en busca de un nacimiento imposible.
Habiendo perdido mi identidad, obtuve mi máscara y este anonimato hizo de mí el estandarte de las antiguas tradiciones. Era igual al maestro. Nuestras lenguas se entrelazaron como dos culebras ciegas y, del fondo de la memoria, con el sabor excitante de la sangre humana, volvió a subir el golpeo ensordecedor de miles de corazones arrancados de sus pechos en la cima de las pirámides. Palpé su miembro con el respeto debido a un arma asesina. Me acarició con esta jabalina azteca que pronto se convertiría en escalpelo.
Jodorowsky
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