Inmóviles y sin voz, no pensábamos en otra cosa que en nuestro mutuo amor, inconscientes de todo lo que no fuera el placer de sentirnos el uno contra el otro, cuerpos sólo, sin individualidad, confundidos y mezclados como estábamos. Nuestros corazones latían al unísono e idénticos pensamientos informes flotaban en nuestros cerebros. ¿Por qué en aquel momento no nos fulminó Jehová a ambos? ¿No lo habíamos acaso provocado bastante? ¿Cómo es que aquel Dios celoso no mostró envidia por nuestra felicidad? ¿Por qué no arrojó contra nosotros su rayo vengador? ¿Por qué no nos arrojó en aquel mismo instante a los infiernos? Después de todo, ¿es acaso el infierno un lugar tan temible? Tal vez no sea en realidad más que el paraíso de aquellos a los que la naturaleza ha creado para habitarlo. ¿Protestan acaso los animales por no haber sido creados <>? ¿Por qué, pues, habríamos de protestar nosotros por no haber nacido ángeles?
Nos parecía en aquel instante flotar entre el Cielo y la Tierra, sin tomar en cuenta que lo que ha tenido principio también debe tener fin. Y tan muelles eran las sensaciones que nos embriagaban que el blando sofá en que nos recostábamos nos parecía un lecho de nubes, sobre el que se extendía un silencio de muerte.
No son los suplicios del infierno los que nos atemorizan, sino la despreciable compañía que aún allí podemos encontrar.
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Teleny de Oscar Wilde
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